“¡Qué malo es Villarejo!”, “enfanga la vida política”, “no podemos consentir sus chantajes al Estado”… Ha sacado a la luz las comisiones del rey emérito, la incorrecta locuacidad de la ministra de Justicia, los encargos particulares de Cospedal… No deja de resultar extraño –o, quizá, habitualmente esperpéntico- que nuestro villano nacional sea un comisario. Sin embargo, el fango con el que nos salpica no lo fabricó él. Se limitó a grabarlo y ahora lo utiliza en función de sus intereses. Villarejo no es la causa sino la consecuencia de la podredumbre del sistema, al menos de una parte importante del mismo. PP y PSOE parecen unidos en la estrategia de matar al mensajero. Es más, habida cuenta de su prolongado silencio, pudiera ser que los “fontaneros” de ambos partidos hayan logrado atajar las filtraciones.
Pero Villarejo no es el único que denuncia en este país. Y la mayor parte de los denunciantes lo hacen con propósitos menos interesados. José Luis López Peñas, concejal de Majalahonda, destapó el caso Gürtel y ha contado a quien le ha querido escuchar el acoso al que fue sometido, sin disponer nunca de protección oficial. Ricardo Costa la consiguió por vía judicial tras exponer las amenazas recibidas desde el círculo de Francisco Camps. Luis Gonzalo Segura, el teniente que denunció la corrupción en las fuerzas armadas, en lugar de ser escuchado, fue separado del ejército en 2015. Ascensión López cumple once años de prisión tras haber denunciado a la monja Dolores Baena como cómplice en el robo de bebés del que la misma Ascensión fue víctima. Los denunciantes de la pederastia en la Iglesia católica tampoco han tenido mucha suerte en España. El caso Romanones, uno de los de mayor trascendencia mediática, se cerró el año pasado con la absolución de Román Martínez, el sacerdote acusado. Gloria Moreno, sargento del Seprona, se enfrenta a cuatro años de cárcel por haber denunciado maltrato animal en Fuerteventura. La abogada Ainhoa Alberdi sufrió amenazas tras denunciar lo que se ha convertido el caso De Miguel, que investiga la corrupción en el PNV. Sin salir de Euskadi, Roberto Sánchez y Patxi Nicolau, denunciantes de las irregularidades en los exámenes de Osakidetza, sufrieron descalificaciones de todo tipo. Son numerosos los casos de mujeres guardias civiles o militares que han visto cómo sus denuncias de acoso, incluso de violación, se volvían contra ellas. Hace tan sólo unos días hemos sabido que un elevado porcentaje de las mujeres que denuncian violencia de género han sido sometidas a procedimientos tan desalentadores que el 60% de ellas no volvería a denunciar. Y aún queda el caso, casi leyenda urbana, de Ramón Francisco Arnau de la Nuez, exagente del CESID conocido como “el Araña”, que lleva veinte años en prisión por acusar a Juan Carlos I de más de mil delitos.
No, España no es país para justicieros. Pero el resto del mundo también cuenta con notables y muy perseguidos denunciantes. Julian Assange, famoso por las filtraciones de Wikileaks, lleva encerrado en la Embajada de Ecuador desde 2012. Edward Snowden, denunció el programa PRISM de vigilancia masiva y ahora goza de asilo provisional en Rusia. Hervé Falciani sigue reclamado por la justicia suiza desde que publicara en 2008 la famosa lista de 130.000 evasores fiscales. Roberto Saviano, tras denunciar en su libro Gomorra a la Camorra napolitana, vive con protección policial.
Sin embargo, nos hemos educado en una mitología moral en la que el héroe es, precisamente, el que denuncia. Contra viento y marea, corriendo riesgos, nos da una lección de integridad marcando con claridad la línea que separa el bien del mal. No duda en señalar la tiranía, la corrupción, el abuso y lo hace desafiando enemigos peligrosos. Este gesto, siempre impulsado por el bien común, le cuesta la condena, el desprestigio, incluso la vida. Se sitúa en la lucha eterna entre la arbitrariedad del poder y el afán de justicia. Nos han contado tantas veces ese relato, trágico al tiempo que ejemplar, que tendemos a pensar que ocurre en el pasado, que una sociedad democrática, correcta y moderna nunca lo permitiría. Los ejemplos citados, unos cuantos entre muchos, ponen de manifiesto su vigencia. El desamparo del denunciante es reconocido por asociaciones de magistrados e instituciones internacionales que exigen a España una ley de protección de testigos.
Una sociedad justa no produce héroes. En ella la normalidad garantiza una convivencia benévola y el ciudadano no se ve obligado a escoger entre la ignominia y la hazaña. A la vista de los casos aquí denunciados, se diría que, al menos por estas tierras, el héroe sigue existiendo, prueba de la pervivencia de la injusticia y, sobre todo, de quienes desde el poder están dispuestos a mantenerla. Los malos siguen donde siempre han estado. Con un agravante, que ahora la memoria del héroe ya no pervive en forma epopeya o de canción sino que queda acallada por el fuego cruzado de los discursos que, sin descanso, se disputan el control de nuestro criterio y adormecen nuestro coraje.
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