Suena a entrechocar de huesos y huele a cuerpo corrupto. Desde que el gobierno socialista planteó la exhumación del “caudillo”, matraca esquelética y tufo cadavérico infectan el debate nacional. Vuelven argumentos, actitudes, hasta gestos que algunos creían definitivamente enterrados. Como consecuencia, se resquebraja aún más el argumento de la “transición modélica” con el que se ha venido explicando la historia de una España moderna, finalmente liberada de siglos de opresión. En realidad, basta observar los últimos acontecimientos para comprobar que no es el cadáver de Franco el que se remueve en la tumba. Es el cuerpo o, mejor dicho, algunos cuerpos del franquismo los que están dando muestras de inesperada vitalidad.
El manifiesto de un millar de oficiales del ejército oponiéndose a la profanación de la tumba del que, al parecer, sigue siendo su “generalísimo” ha sido la expresión más clara de tantos y tan beligerantes muertos vivientes. Es verdad que la mayor parte de los firmantes están en la reserva, pero ningún oficial en activo ha condenado el manifiesto ni ha expresado la incompatibilidad de la obediencia constitucional con esa nostálgica concepción de la milicia, mucho menos con una visión tan distorsionada de nuestra historia. Quizá sea porque la raíz fascista mantiene inaceptable vigencia en un ámbito que fue el principal apoyo del Régimen. Además, esto ocurre después de que se hayan celebrado homenajes a Tejero en los cuarteles, de que grupos de legionarios se hayan manifestado contra la eliminación de Millán Astray del callejero y de que sentencias de tribunales militares hayan chocado nuestra actual concepción del derecho. Sin olvidar, por supuesto, el trato sufrido por mujeres soldado o las consecuencias tras presentar quejas por el comportamiento machista de algún superior.
Policía, guardia civil y otros cuerpos de seguridad tampoco presentan un historial impecable en lo que a comportamientos democráticos se refiere. Conocíamos las fotos de guardias civiles posando ante la estatua de Franco en Melilla, nos sorprendimos con los contenidos filo-fascistas del chat de la policía madrileña en el que se amenazaba de muerte a la alcaldesa Carmena. Pero las cosas han ido más lejos en las últimas semanas. La invitación de Billy el Niño a un vino de honor por el comisario Mariscal de Gante o la presentación de un libro sobre ética policial por Juan Cotino, imputado reincidente, se antojan un desafío, quizá una demostración de que no van a cesar los agravios. Y el jefe superior de la policía de Navarra ha dimitido tras descubrirse que utilizaba una cuenta de twiter para insultar a independentistas y políticos de izquierdas. Hasta hemos visto a policías manifestándose por la unidad patria o cargando al grito de “¡viva España!”. Todo ello mientras se mantiene vigente la ley mordaza y las ventajas judiciales que amparan actuaciones y testimonios policiales.
La magistratura tampoco pasa por sus mejores momentos. A sentencias como la de “la manada” han venido a unirse intervenciones descalificatorias de jueces y fiscales contra quienes acudían a la justicia como víctimas. Los varapalos del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo a sentencias de nuestros tribunales, el cuestionamiento de jueces belgas y alemanes a la instrucción de Pablo Llarena de la “rebelión catalana” o la ingerencia de Carlos Lesmes en la sentencia del supremo sobre los impuestos hipotecarios no contribuyen a la buena imagen de la institución. Todo ello viene rematado por la reciente recriminación del Consejo de Europa por no haber puesto en marcha las medidas recomendadas para garantizar la independencia de la justicia.
No se puede terminar este repaso por los efluvios de la tumba franquista sin mencionar el papel de la Iglesia. No sólo porque, vía Vaticano o vía Conferencia Episcopal, sigue sin revelar si se prestará a acoger en la catedral de Madrid los restos del dictador, sino porque en ningún momento ha pedido perdón ni siquiera ha cuestionado el papel que desempeñó durante la guerra civil y en los años más oscuros de la represión. Proclamó cruzada el alzamiento de Franco, no cuestionó el lema que le convertía en caudillo por la gracia de Dios y, a pesar de sus crímenes, le dio amparo bajo palio, presentándolo como católico ejemplar.
Tras meses de pútrido debate, todavía no sabemos cuándo saldrá “la momia del abuelo” del Valle de los Caídos, pero los últimos acontecimientos dejan claro que los que fueran pilares fundamentales de su régimen tienen dificultades para encajar con los valores democráticos. Al final de su mandato y para garantizar a los suyos la continuidad de sus privilegios, Franco pronunció la famosa frase de “todo queda atado y bien atado”. Entonces los españoles la repetíamos como motivo de broma más que de miedo. Cincuenta años después, parece que tenía más fundamento del que creíamos y que, de alguna manera, consiguió frenar el curso de la Historia. Así que podría ocurrir que, en estos tiempos de retorno al autoritarismo, entremos en las nuevas formas de fascismo sin haber llegado a desprendernos del viejo.
Y aún habría que añadir el mantenimiento del ducado de Franco, la pervivencia legal de su Fundación o las negativas de alcaldes a introducir cambios en la toponimia caudillista. Todo indica que, después de tanta profesión de fe democrática y de tanta invocación constitucional, mantenemos la misma actitud amedrentada ante las formas virulentas de poder. Preferimos no enojar a la bestia en lugar de afrontarla. Y la bestia no puede ser más nociva ni más fácilmente identificable. Promueve la lealtad al superior en lugar del mérito individual, la uniformidad en lugar de la diferencia, la adhesión emocional en lugar del cuestionamiento racional, el respeto al símbolo en lugar del debate ético, el deber en lugar del querer… Con crueldad a menudo asesina, elimina toda alternativa: o adhesión o represión, o fervor o terror… Disfruta creando enemigos que canalicen el odio colectivo y, una vez creados, hace constante exhibición de fuerza contra ellos. Organiza desfiles, compactos, marciales, que disfrazan la violencia de valentía o de patriotismo. Como bien decía Unamuno, prefieren vencer (resolución radical de cualquier conflicto) a convencer (acuerdo provisional y siempre cuestionable). No, no se puede poner una vela a la democracia y otra al fascismo. La democracia exige la condena enérgica y constante de las ideologías que la niegan y que merecen permanecer enterradas para siempre bajo la losa anónima de la ignominia.
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